El sofá morado ya venía con la casa.
No venían nuestras confesiones a la luz de la tele,
ni esas siestas entrelazados en las que hablamos en sueños,
ni las miradas profundas al terminar de querernos
y que explican a la perfección porque habrá un mañana.
Tampoco venían nuestras manías
y esas discusiones acaloradas
sobre quién es el asesino en el film de nuestra razón,
ni el remedio para la tozudez,
ni un pico con el que abrirnos el cráneo
y poder dejar volar nuestros pensamientos oscuros.
El sofá morado ya estaba entre estas paredes.
Y en su tela hemos vivido, quizás, un poco deprisa,
aunque la psicodelia del color incite a ello
y no nos deje respirar a ritmo normal
provocándonos esa sensación de mareo,
cómo si fuéramos un poco drogados,
cómo si ante la vida perdiéramos nuestros argumentos
transformándonos en animales movidos por el deseo.
Aparecerán pelotillas,
manchas,
algún que otro jirón
y por las costuras se le marchará la vida
como a ti y como a mi,
y la parte que está cercana a la ventana amarilleará
mientras las canas cubrirán nuestras cabezas
aunque el corazón siga cabalgando sin descanso
dejando sin aliento, reseco,
el tapizado del sofá morado que ya venía con la casa.
El sofá morado, ahora casi lila,
estará muchos años con nosotros.
Aunque se ponga feo no es motivo para cambiarlo,
sabe más de nosotros, de nuestro ritmo,
que cualquier otro mueble que nos rodea,
entiende mejor nuestros gestos
que esa cama nueva que acabamos de comprar
y a la que aún no le encontramos rentabilidad.